Las generaciones se van
apiñando. Una a una, mientras el reloj sigue avanzando. El mundo en el
que vivimos solo es el reflejo, de nuestros ideales. No está de más
decir que algunas ideas pesan más que otras, modelando consciente o
inconscientemente nuestra realidad.
Los edificios de las
grandes y pequeñas ciudades se van transformando conforme los dueños de
nuestro entorno van forjando su zona de confort.
La humanidad se ha
caracterizado por ser siempre curiosa, siempre ha tratado de cambiar
todo y que la suerte corra a su favor. Pero, ¿qué sucede cuando hemos
perdido nuestra esencia y nos olvidamos de ver a los demás como iguales?
Los edificios van
creciendo, otros se derrumban y sobre ellos, invariablemente, corren
ríos de sangre, bañando la calle, ante la indiferencia de las personas.
Bullicio, luego silencio, terminando con el nacimiento del nuevo
mañana.
¿Cuánto tiempo habrá pasado?, no lo recuerdo muy bien para poder establecer una fecha, pero al final eso es lo menos importante.
Los edificios crecen,
piso a piso, se elevan sobre la tierra, al punto de blasfemar contra el
cielo. La vista es muy diferente cuando estás del lado ganador. La
economía avanza, las naciones se desarrollan, todo esto bajo el yugo que
nosotros les colocamos, pero que ellas crearon.
Tienen pocas
alternativas, ser productivos, o volverse "carne de consumo".
Construyen los cimientos del nuevo mundo, despojándose de esos ideales
de superioridad. Eran la especie dominante, pavoneándose sobre los demás
seres, olvidando que detrás suyo se encontraba quien los sobrepasaría.
Los ríos, formándose de
pequeños afluentes, recorrían la reseca tierra, hasta convertirse en
lagos, grandes mares, y por último, interminables océanos. Océanos de un
color rojo tan brillante, que solo denota la extracción de la vida,
para ser tomada literalmente en una copa, que se balancea en la mano del
nuevo "Dios", sobre la tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario